Cuando la voz de Dios se hizo suspiro
y llegó a ser tan leve como un soplo,
que sólo fue escuchado por libélulas
que agitaban sus alas en las aguas,
él inventó la poesía.
Y satanás huyó a perderse
entre las quilas
mientras el creador con su diadema de oro
volando sobre el carro de su nave,
levantaba sus ojos al cielo.
Con su cetro de plata
repujado
y en un solo ademán
de inspiración teórica,
recogió de un panal almíbar exquisito,
emociones y sueños,
ritmos, quimeras,
y nobleza de alma por raudales,
instaurando en su reino
la invención más sublime y perdurable; el arte del lenguaje.
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